Egipto: una revolución en el centro neurálgico del imperialismo

Al momento de cerrar la presente edición de Prensa Obrera, centenares de esbirros del aparato oficial del Estado egipcio y del partido de gobierno irrumpían en la plaza central de El Cairo (Tahrir) para desalojar de ella a las personas y familias que la continuaban ocupando, luego de la inmensa movilización del martes 1° de febrero. Estas patotas de civil ya habían hecho su irrupción en las jornadas precedentes en distintas ciudades del país y fueron también las responsables de los diversos saqueos que resultaron en la decisión de armarse por parte de algunos sectores propietarios. La intervención de las patotas ha servido para echar luz sobre la política del mando militar egipcio, al cual numerosos medios de prensa caracterizan como sostenedor del movimiento revolucionario. En la ocasión, las tropas han dejado actuar con toda libertad a los provocadores, en función de un planteo que el mando militar había hecho con anterioridad, cuando llamó a la multitud a abandonar la plaza luego de la movilización. Después de más de una semana de manifestaciones y recambios políticos, es claro que los militares no están dispuestos a tumbar al presidente Mubarak, en tanto no hay acuerdo para ello entre las distintas potencias que intervienen en el conflicto y entre los distintos clanes oficiales. Israel y la Autoridad Palestina han mantenido inconmovibles la posición de que Mubarak debe pilotear la transición a las elecciones previstas para septiembre -precisamente el mismo planteo que ha hecho el mismo Mubarak en su última aparición televisiva. La complicidad del ejército con la acción de las barras bravas del oficialismo es un indicio de que no está excluido un baño de sangre ejecutado por las fuerzas armadas. El régimen de Mubarak está ciertamente acabado, pero esto no significa que la burguesía mundial haya aceptado que su salida tenga lugar con las masas en la calle.

La revolución egipcia ha tomado al imperialismo por sorpresa, e incluso ahora varios sectores siguen apoyando a Mubarak, incluso en Estados Unidos. Hay una suerte de ficción democrática como sucedió luego del derrocamiento del hondureño Zelaya, cuando Obama logró hacer creer que se oponía a lo que no quería llamar golpe de Estado. Ante el hecho consumado, sin embargo, alienta la ilusión de que las revoluciones pueden alcanzar sus objetivos a fuerza de manifestaciones exclusivamente, o sea sin una fuerza política dirigente y, por sobre todo, con exclusión de la organización de una insurrección popular armada, y si aceptan una dirección liberal y un recambio político superficial. Esta ilusión está ahora presente en Egipto, aún más cuando ese procedimiento alcanzó para derrocar al gobierno de Túnez, hace dos semanas, e incluso después para expulsar del nuevo gobierno a ministros vinculados con el anterior. Los cambios de gabinete o la renuncia a la reelección del presidente en países como Yemen y Jordania también alimentan el espejismo de la posibilidad de un cambio social y político efectivo sin la destrucción del aparato de Estado precedente. Se omite en estos casos, sin embargo, que en Túnez ha quedado salvaguardado todo el aparato militar, represivo y burocrático del régimen desahuciado, incluida la continuidad del primer ministro (e incluso, hasta ahora, el inmenso conglomerado económico de la familia del presidente depuesto) y que en Yemen y Jordania los cambios no fueron siquiera de fachada.

Mubarak, en Egipto, ha tomado sus propios recaudos al llenar el cargo vacío de vicepresidente en la persona de un mandamás militar, Omar Suleiman, formado en Moscú bajo el régimen staliniano y luego en West Point. Omar Suleimán es el jefe del conjunto del servicio de espionaje y el principal enlace con los servicios de espionaje de Israel y Estados Unidos; tiene a su cargo la supervisión del bloqueo a Gaza. No es claro, con todo, que sirva como figura de recambio para las masas movilizadas, dado, precisamente, su larguísimo vínculo con el gobierno de Mubarak y su condición de espada fiel del sionismo. Es este personaje, sin embargo, la cabeza política de las fuerzas armadas, en las que tantos comentaristas y fuerzas políticas locales confían para producir una transición ‘pacífica'. De lo que no cabe duda, de cualquier manera, es que un aplastamiento sangriento de la revolución egipcia no significará de modo alguno un retorno al orden anterior de cosas -al contrario, desarrollará en las masas una conciencia revolucionaria más aguda en el conjunto del Medio Oriente. Tampoco se puede dudar que sin una revolución victoriosa no habrá ninguna mejora para las masas, sino más miseria, tensiones y conflictos bélicos.

Crisis mundial

La mejor caracterización de conjunto de la situación revolucionaria que se desarrolla en el Medio Oriente la produjo el titular de un artículo en el británico The Telegraph (1/2): "El FMI levanta el espectro de guerras civiles como consecuencia del empeoramiento de las desigualdades globales". En efecto, el presidente del Fondo había declarado: "No es la recuperación que queríamos. Es una recuperación acosada por tensiones y presiones, que pueden sembrar, incluso, las semillas de la próxima crisis". Agregó también: "El desempleo global se mantiene en alturas récord, con una desigualdad creciente de ingreso que suma tensión social", para citar "los tumultos en Africa como un preludio de lo que puede ocurrir con los 400 millones de jóvenes que se sumarán a la fuerza de trabajo en la próxima década". El funcionario agregó que "están re-emergiendo los desequilibrios globales que han causado la crisis financiera". Como conclusión pronosticó: "podríamos ver una inestabilidad social y política creciente dentro de los países -incluso una guerra".
Ha sido el desarrollo de la crisis mundial, precisamente, el detonante de la crisis revolucionaria en Egipto, que como toda crisis auténtica nadie la esperaba porque opera en forma subterránea. Los lectores de Prensa Obrera saben que esa ha sido nuestra conclusión fundamental desde el inicio de la etapa actual de la crisis mundial -la tendencia a la creación de situaciones revolucionarias y de revoluciones. Egipto, que se jacta -como otros países llamados emergentes- de un crecimiento anual del 5%, como consecuencia del ingreso de capital especulativo generado por las operaciones de rescate de los bancos centrales más importantes; el país tiene una tasa de inflación del 20% anual en los productos de primera necesidad y una elevada desocupación. En un reportaje sobre la situación del pueblo egipcio, el francés Le Monde (3/2) relevó, entre los manifestantes en distintas ciudades, ingresos diarios de 1,50 euros -o sea ocho pesos.

La fuerza motriz

La presencia abrumadora de la población empobrecida en las manifestaciones en Egipto pone en cuestión la tesis que más ha circulado en los comentarios internacionales, según la cual la revolución egipcia es un movimiento de la clase media modernizadora, cuyo objetivo es puramente político, no social, a favor de una democracia parlamentaria o ‘transparente'. Es la ilusión que tiene el imperialismo sobre estos acontecimientos. La lectura atenta de los pronunciamientos populares en todos los países en que ha prendido la revuelta demuestra, por el contrario, la preeminencia de los reclamos sociales -que solamente podrían alcanzarse con el derrocamiento del poder de turno. Es cierto que el rol de Internet en la agitación política que condujo a las manifestaciones populares mostraría una preeminencia de los sectores más alfabetizados, pero el impulso popular no se detuvo cuando el gobierno cerró el canal de información electrónico, porque -como comenta el reportaje de Le Monde- "la comunicación recurrió al viejo método del boca a boca". De cualquier modo, la bancarrota capitalista internacional excluye la posibilidad de una ‘modernización incluyente', si ese fuera el programa de la clase media. Incluso en Israel, el único país ‘moderno' de la región, la pauperización camina a pasos acelerados. La etapa histórica mundial y la correlación de clases en Egipto determinan que la realización de las aspiraciones de las masas movilizadas solamente es posible por medio de la revolución permanente -o sea el desplazamiento de la dirección política de la lucha hacia los polos extremos de las masas.

La perspectiva de una agudización del proceso revolucionario ha levantado la hipótesis de que en Egipto pueda triunfar un movimiento islámico, o sea reaccionario. Se cita para el caso a Irán, pero simplemente por ignorancia, porque la islamización de Irán no fue el producto de la revolución iraní de 1979, sino de la contrarrevolución posterior que consagró la preeminencia de la jerarquía clerical, reforzada luego por la guerra con Irak -impulsada por el ‘imperialismo democrático' para desangrar, precisamente, el ímpetu revolucionario. De todos modos, el islamismo egipcio ha buscado colaborar con Mubarak, incluso fue reconocido como la oposición a su majestad y pagó por ello con prisiones masivas de sus militantes. En la circunstancia actual, se ha puesto a la cola y al servicio de la oposición designada por el imperialismo, en la persona de un ex funcionario de la ONU en cuestiones de proliferación nuclear, El Baradei.

El cuidadoso edificio del sionismo

La revolución egipcia ocupa un lugar internacional excepcional, por la simple razón de que amenaza hasta sus fundamentos toda la estructura de opresión del sionismo sobre la nación palestina. Este es el hecho, por encima de cualquier otro, que acelera la polarización política y el ritmo de la revolución al interior de Egipto. Israel es incompatible con una revolución victoriosa, por eso obstaculiza cualquier contemporización con las masas. Esto explica el apoyo incondicional que la propia Autoridad Palestina le está dando a Mubarak, porque el derrocamiento de éste pondría en peligro todos los acuerdos de ella con el sionismo y pondría fin a su propia supervivencia. Una victoria revolucionaria devolvería la región a la situación de 1956, cuando la nacionalización del canal de Suez provocó la invasión terrestre de Egipto por parte de Israel, con el apoyo de la aviación y tropas aéreotransportadas de Gran Bretaña y Francia -pero ahora en un marco histórico mucho más explosivo. Esta tensión explica que aún no se hayan producido movilizaciones de apoyo a la revolución egipcia en Cisjordania, las que serían aplastadas sin miramientos por las tropas ocupantes, y hasta la moderación en Gaza. La historia está demostrando la clarividencia de una de las alas de la IV Internacional en los años '50, el llamado lambertismo (con el cual el Partido Obrero rompió a fines de los años '70), que previó que una lucha victoriosa contra el sionismo solamente era posible a partir de revoluciones en los Estados árabes, cuyas clases dominantes estaban enfeudadas o lo estarían más adelante a un acuerdo con Israel -y nunca mediante la construcción de una utópica Nación Arabe por parte de esas clases dominantes. Una victoria revolucionaria en los países árabes -es decir, de sus obreros y campesinos- plantearía a las masas judías una salida de la trampa mortal en que se encuentran, mediante la construcción de una República Palestina Unica con todos sus componentes nacionales y la unidad socialista de todo el Medio Oriente.

Salto histórico

Los movimientos revolucionarios en las naciones árabes transportan la crisis capitalista mundial a otro terreno; ya no hablamos sólo de la quiebra masiva de bancos, los que son conservados en estado zombie por los Estados; ni de la quiebra de estos Estados; ni de la miseria social creada por esta bancarrota. Hemos ingresado a un período de situaciones revolucionarias y revoluciones. Fue precisamente lo que advertimos en un artículo relativamente reciente ("El rostro boliviano de la crisis mundial", en referencia a la rebelión desatada por el gasolinazo de Evo Morales, en Prensa Obrera Nº 1.162, 6/1). Egipto es Bolivia, pero ubicado en un centro neurálgico internacional para el imperialismo y para su socio más decisivo, el sionismo. Los ‘países emergentes' no se han alejado de la crisis mundial, ni siquiera la han esquivado: están en el ojo de la tormenta -por la simple razón de que ella desnuda contradicciones históricas mucho más explosivas que cualquier Estado desarrollado. Aunque Europa ya ha dado sus primeros pasos.



Jorge Altamira

PRENSA OBRERA

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